lunes, 1 de septiembre de 2025

No estamos solos; fuimos la razón de vida de nuestros ausentes.

Recordando a Washington, cuya palabra fue siempre un faro desde mi niñez: esa luz persistente que alumbra mi camino y ese viento fiel que agita mis sueños, aún hoy.
Una tarde de 2014, unos amigos me avisaron que Washington estaba internado en el sanatorio local. Apenas regresé del trabajo, sin pensarlo, fui a verlo. Lo encontré acompañado por un amigo y su hermana. Estaba de pie, apenas recostado en la cama, con una bata blanca y una sonda en la mano. Frágil, pero aún dueño de su temple. Pidió que nos dejaran a solas. Cuando salieron, me miró con una intensidad que aún recuerdo y dijo: —Anda a tu casa y trae todo lo último que hayas hecho. Quiero verlo. Lo miré desconcertado. —¿Estás loco? ¡No es momento para eso! Pero insistió. Con voz suave, agregó que también llevara hilo y palillos. Quería hacer un tendal en la sala. Me dejó sin palabras. —¿Y si entra la enfermera? —pregunté, un poco en broma. —No pasa nada, todo está bien —me dijo con esa calma suya, tan propia. Salí de la habitación. Sus acompañantes seguían allí, en el pasillo. Fui a casa, recogí mis trabajos, el hilo, los palillos, y regresé al sanatorio, que estaba a sólo unas cuadras. Cuando entré con un rollo de cartulinas y una bolsa de nylon, todos me miraron con sorpresa. Armé el tendal entre la puerta y la ventana. Con cuidado, colgué cada trabajo. Washington comenzó a recorrerlos uno por uno, con esfuerzo visible, pero con una atención casi sagrada. Se detenía ante cada obra, volvía sobre otra, observaba en silencio, como si leyera algo que sólo él podía ver. Yo lo miraba parado al lado de la cama, en silencio también, con el corazón apretado. Sabía que estaba siendo testigo de algo irrepetible. Cuando terminó, se volvió hacia mí. Se acercó con lentitud, apoyó su mano libre en mi hombro y me dijo: —Rodolfo, querido… No sé bien adónde vas, pero estoy seguro de que vas. Y es tuyo, de nadie más. Lo tengo claro… Pero por favor, viaja. Sobre todo a Europa. Allí aprenderás y descubrirás lo que necesitas para encontrar lo que buscas, para ser lo que haces. En esa sala flotaba algo inexplicable. Era como si el tiempo se hubiera suspendido para permitirnos ese momento. No lo comprendí del todo entonces, pero con los años, supe. Desarmé el tendal en silencio. Enrollé los trabajos mientras él, fatigado, llamaba a la enfermera para acostarse. —Bueno… mañana paso a verte —le dije al despedirme. Él sonrió con esa expresión suya, difícil de saber si serena o triste. —Querido… ya no nos veremos más. Me abrazó con su brazo libre. Y antes de dejarme ir, susurró con la misma sonrisa: —Europa te espera. Salí. En el pasillo, la enfermera llegaba y los otros seguían esperando. El camino de regreso a casa fue largo. Extrañamente largo. No sé si, en el fondo, quería llegar. Unos días después, falleció. Y una noche de octubre de 2017, mientras inauguraba mi primera muestra en Europa —en Alcoi, Comunidad Valenciana—, un guitarrista japonés interpretaba una obra de Agustín Barrios. Mi mirada buscaba entre el público… y entonces lo vi. Con su sonrisa calma de siempre.

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